A mi padre.
A mi padre lo conocí sin voz, le sacaron un cáncer en su laringe y afectó su habla. El cigarro. Fumaba desde los 11 años, su padre lo convidaba con tabaco. De todas maneras hablaba, como en secreto pero alto, lo desarrolló con el tiempo. Me costó años entender que no era su voz real, un día me puso su voz original grabada en un cassette, era la misma voz que la de mi tío, pero me gustaba más la que conocí de niño, esa voz ronca. En fin.
Era más relojero que Joyero. Relojero de esos de arreglar los relojes de pared que venían antes, esos con cuerdas o péndulos, y también esos de pulsera a cuerda, con sus piezas "microscópicas" que los celulares hicieron desaparecer.
Primero era amigo, después padre.
Siempre tuve todo, a medida que me descubría facultades, él me conseguía las herramientas, si quería plantar, me compraba un set de jardinería y libros para informarme, si quería fabricar un robot, me dejaba romper mis juguetes para lograrlo. Si quería saber de qué estaba hecha una radio, me daba los destornilladores para abrirla, y si no sabía armarla o me sobraban piezas no importaba mucho. Así aprendí pila de cosas.
Pero ese es mi padre contado por mi. Ahora voy a contar mi padre por un amigo de él, Roberto Martino, que tiene un espacio en el Periódico local "El Pregonero" y le dedicó un articulo, acaso a modo de homenaje. Se titula Filosofía de Mostrador,como no podía ser de otra manera y a continuación lo voy a reproducir literalmente:
Filosofía de Mostrador
En general es muy poco lo que se aprende en la barra de los boliches. Los temas que allí se desarrollan entre copas, cigarros y amistades dudosas, se limitan -en lo básico- a discusiones de fútbol, política populista, conflictos con la patronal o compañeros de trabajo, mujeres, etc. Toda la problemática humana parece resolverse con facilidad, con dos o tres pases de magia. Vaya en favor de esas tertulias, el hecho de que muchos les sirven como recipientes donde descargar o vomitar frustraciones, embrollos sentimentales, problemas en el hogar y toda gama de aprietos económicos.
Obvio, es solo como un desahogo, pues sería un caso muy raro si una situación se aclara en ese ámbito ruidoso y confuso, donde todos quieren hablar y pocos se muestran dispuestos a escuchar. Una vez cada mil pueden descubrirse compañeros de bohemia más o menos formados, capaces de aportarnos cierta sabiduría útil. Y es lógico: un boliche de copas no es un café literario o filosófico. Uno de esos especímenes tan escasos de hallar resultó Juan Arturo Batista, quien además de relojero sagaz, poseía fundamentos válidos para entrarle de lleno a los asuntos de riqueza interior.
Lo traté por primera vez siendo un jovencito, y él un treintañero con más pinta de galán cinematográfico que del técnico que por esos años iniciaba su fama de componedor infalible de los relojes más maltratados, en la firma "Barroco Joyas", pegado a la ex zapatería Sicca.
Pausado, respetuoso de las opiniones ajenas, se convertía en una especie de "mosca blanca" en el enjambre de conversaciones triviales, cuando no entre algunos intentos y hasta agresiones físicas directas. Jamás una prepotencia ni actitud maleva en el Bati, sino el discurso manso de quién se acerca al mostrador con la intención de cultivar amistades. Fumador suicida y bebedor de cerveza sin rendición por esos años, sus archivos de lector fogoso brotaban de sus neuronas con una artillería copiosa de información y reflexión, en una simbiosis milagrosa de aturdimiento e iluminación. Como si un hemisferio de su cerebro se encargara de absorber el alcohol, y la otra mitad se mantuviera ilesa, con una enciclopedia cultural dentro, lista para rescatar el párrafo de un libro y exponerlo sobre la mesa.
Que gustaba a las mujeres lo comprobé más de una vez en bares de auxilio masculino, ambos envueltos en la catinga empalagosa de los perfumes de las putas pobres. Seductor por fachero, trato amable y charla deleitosa, los intentos de ellas por atraparlo rebotaban en la indiferencia del Bati. Iba allí como a cualquier otro lado, con el único propósito de extender el espacio de sueños trasnochados hasta venido el día. Nunca lo vi como un mujeriego empedernido, y esto no es un alegato para mejorar la memoria de un bohemio jugado a la suerte de sus pasiones. Pagó caro con su salud sus excesos, pero jamás dejó de ser consciente de que pateaba contra un clavo. No salvo ni condeno; no nací para justificar ni fiscalizar conductas ajenas.
Hay una ley suprema que nos premia o nos castiga siempre, según andemos por la vida, sin distinguir entre el Rey y el lustrabotas.
Cada tanto me cruzo con Henrys (está bien escrito), uno de sus hijos menores, y encuentro en este mocito una avidez por saber igual a la del padre, investigador, preguntón, lector, filósofo precoz, y copado por el arte del tattoo.
Juan Arturo Batista superó un cáncer del aparato respiratorio muchos años atrás, al precio de perder un buen porcentaje de la voz. De esa experiencia me contó que, una madrugada en Montevideo, mientras enfilaba a la agencia de ómnibus para regresar a Young, un negro grandote como un rancho, borracho y de mirada fulminante, lo encaró en una esquina para pedirle plata. El Bati, con las heridas de las intervenciones quirúrgicas aún frescas, aturdido por los bufidos apremiantes del negro (más bien dando una orden que solicitando), se sintió invadido por el pavor. Sabía que en uno de los bolsillos del gabán llevaba cien pesos y en el otro mil, pero no acertaba recordar en cuál de los bolsillos estaba colocado cada billete, para darle el más chico. Sin dejar de mirar de reojo al negro hostil, se jugó a suerte o verdad, y metió la mano en el izquierdo. -Ligué mal- me dijo muerto de risa. ¡Era en ese bolsillo que tenía puesto el billete de mil!
Era más relojero que Joyero. Relojero de esos de arreglar los relojes de pared que venían antes, esos con cuerdas o péndulos, y también esos de pulsera a cuerda, con sus piezas "microscópicas" que los celulares hicieron desaparecer.
Primero era amigo, después padre.
Siempre tuve todo, a medida que me descubría facultades, él me conseguía las herramientas, si quería plantar, me compraba un set de jardinería y libros para informarme, si quería fabricar un robot, me dejaba romper mis juguetes para lograrlo. Si quería saber de qué estaba hecha una radio, me daba los destornilladores para abrirla, y si no sabía armarla o me sobraban piezas no importaba mucho. Así aprendí pila de cosas.
Pero ese es mi padre contado por mi. Ahora voy a contar mi padre por un amigo de él, Roberto Martino, que tiene un espacio en el Periódico local "El Pregonero" y le dedicó un articulo, acaso a modo de homenaje. Se titula Filosofía de Mostrador,
Filosofía de Mostrador
En general es muy poco lo que se aprende en la barra de los boliches. Los temas que allí se desarrollan entre copas, cigarros y amistades dudosas, se limitan -en lo básico- a discusiones de fútbol, política populista, conflictos con la patronal o compañeros de trabajo, mujeres, etc. Toda la problemática humana parece resolverse con facilidad, con dos o tres pases de magia. Vaya en favor de esas tertulias, el hecho de que muchos les sirven como recipientes donde descargar o vomitar frustraciones, embrollos sentimentales, problemas en el hogar y toda gama de aprietos económicos.
Obvio, es solo como un desahogo, pues sería un caso muy raro si una situación se aclara en ese ámbito ruidoso y confuso, donde todos quieren hablar y pocos se muestran dispuestos a escuchar. Una vez cada mil pueden descubrirse compañeros de bohemia más o menos formados, capaces de aportarnos cierta sabiduría útil. Y es lógico: un boliche de copas no es un café literario o filosófico. Uno de esos especímenes tan escasos de hallar resultó Juan Arturo Batista, quien además de relojero sagaz, poseía fundamentos válidos para entrarle de lleno a los asuntos de riqueza interior.
Lo traté por primera vez siendo un jovencito, y él un treintañero con más pinta de galán cinematográfico que del técnico que por esos años iniciaba su fama de componedor infalible de los relojes más maltratados, en la firma "Barroco Joyas", pegado a la ex zapatería Sicca.
Pausado, respetuoso de las opiniones ajenas, se convertía en una especie de "mosca blanca" en el enjambre de conversaciones triviales, cuando no entre algunos intentos y hasta agresiones físicas directas. Jamás una prepotencia ni actitud maleva en el Bati, sino el discurso manso de quién se acerca al mostrador con la intención de cultivar amistades. Fumador suicida y bebedor de cerveza sin rendición por esos años, sus archivos de lector fogoso brotaban de sus neuronas con una artillería copiosa de información y reflexión, en una simbiosis milagrosa de aturdimiento e iluminación. Como si un hemisferio de su cerebro se encargara de absorber el alcohol, y la otra mitad se mantuviera ilesa, con una enciclopedia cultural dentro, lista para rescatar el párrafo de un libro y exponerlo sobre la mesa.
Que gustaba a las mujeres lo comprobé más de una vez en bares de auxilio masculino, ambos envueltos en la catinga empalagosa de los perfumes de las putas pobres. Seductor por fachero, trato amable y charla deleitosa, los intentos de ellas por atraparlo rebotaban en la indiferencia del Bati. Iba allí como a cualquier otro lado, con el único propósito de extender el espacio de sueños trasnochados hasta venido el día. Nunca lo vi como un mujeriego empedernido, y esto no es un alegato para mejorar la memoria de un bohemio jugado a la suerte de sus pasiones. Pagó caro con su salud sus excesos, pero jamás dejó de ser consciente de que pateaba contra un clavo. No salvo ni condeno; no nací para justificar ni fiscalizar conductas ajenas.
Hay una ley suprema que nos premia o nos castiga siempre, según andemos por la vida, sin distinguir entre el Rey y el lustrabotas.
Cada tanto me cruzo con Henrys (está bien escrito), uno de sus hijos menores, y encuentro en este mocito una avidez por saber igual a la del padre, investigador, preguntón, lector, filósofo precoz, y copado por el arte del tattoo.
Juan Arturo Batista superó un cáncer del aparato respiratorio muchos años atrás, al precio de perder un buen porcentaje de la voz. De esa experiencia me contó que, una madrugada en Montevideo, mientras enfilaba a la agencia de ómnibus para regresar a Young, un negro grandote como un rancho, borracho y de mirada fulminante, lo encaró en una esquina para pedirle plata. El Bati, con las heridas de las intervenciones quirúrgicas aún frescas, aturdido por los bufidos apremiantes del negro (más bien dando una orden que solicitando), se sintió invadido por el pavor. Sabía que en uno de los bolsillos del gabán llevaba cien pesos y en el otro mil, pero no acertaba recordar en cuál de los bolsillos estaba colocado cada billete, para darle el más chico. Sin dejar de mirar de reojo al negro hostil, se jugó a suerte o verdad, y metió la mano en el izquierdo. -Ligué mal- me dijo muerto de risa. ¡Era en ese bolsillo que tenía puesto el billete de mil!
Roberto Martino
Semanario "El Pregonero"
Young
Miércoles 29 de Mayo de 2013
Nº5852
AñoXXXIII
P:6
Agradecer a Roberto publicamente por su articulo. Mi padre tuvo esa operación de laringe y años después o antes, no me acuerdo, hizo una oclusión intestinal, ambas operaciones fueron excelentes y en ambas creyó que iba a morir, después de eso jamás volvió a pisar un hospital. Poco a poco comenzó a sentir que cada vez que agarraba la bicicleta, se cansaba más, y creyó que era por su sedentarismo, así que comenzó a hacer los mandados a pié para ejercitarse más, pero caminó siete cuadras y a la vuelta se sintió mareado y con un fuerte dolor en el pecho que no se le iba, lo llevamos a un hospital, el electrocardiograma arrojó que había hecho un infarto al miocardio, por lo que fue trasladado a Montevideo donde le practicaron un cateterismo, visualizando que tenía las principales arterias del corazón obstruidas, por lo que había que practicarle bypass en al menos tres o cuatro arterias, quedó en lista de espera mientras le hacían los estudios necesarios para la operación (la paraclinica), nunca lo llamaban, al año lo llamaron, llegó al Sanatorio Americano de Montevideo, pero lo mandaron para atrás porque el hospital de Young no le había dado las indicaciones y por tanto, no estaba realizando un par de tratamientos, necesarios y fundamentales para entrar a la sala de cirugía para semejante operación, así fue que lo mandaron a realizar esos tratamientos, del hospital lo mandaron a casa, papá se agitaba con solo caminar al baño, apenas unos parches y unas pastillas mantenían su sangre líquida, un día le dio el ardor en el pecho tres veces seguidas en una noche, y él, por no "molestar" a mi hermana (era así su personalidad) no la llamó, esperó que amaneciera para despertarla y decirle que no se le iba el dolor, mi hermana llamó a la ambulancia y lo internaron, estuve con él esa tarde, yo trabajaba de 5pm a 2am, me fui, al otro día de mañana íbamos a Montevideo, quizás lo operaban. Me acosté temprano, salíamos a las 7.00am, cuando me desperté para ir mi madre me dijo que se había suspendido el traslado, estaba en CTI de CAMMY, apenas llegó había hecho varios infartos y paros cardíacos, cuando llegué a CAMMY el medico salió a avisarnos que había muerto. Más de un año loco esperando esa operación. Gracias Uruguay! "Vamos a ver que pasa mañana" fue una de las últimas cosas que me dijo, ya casi cansado de vivir, pero optimista...